sábado, 27 de septiembre de 2008

HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA Y EL ARTE

Arnold Hauser

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PALEOLÍTICO

Magia y naturalismo

La leyenda de la Edad de Oro es muy antigua. No conocemos con exactitud la razón de tipo sociológico en que se apoya la veneración por el pasado; es posible que tenga sus raíces en la solidaridad familiar y tribal o en el afán de las clases privilegiadas de basar sus prerrogativas en la herencia. Como quiera que sea, la convicción de que lo mejor tiene que ser también lo más antiguo es tan fuerte, aún hoy, que muchos historiadores del arte y arqueólogos no temen falsear la historia con tal de mostrar que el estilo artístico que a ellos personalmente les resulta más sugestivo es también el más antiguo.

Unos -los que creen que el arte es un medio para dominar y subrayar la realidad- dicen que los más antiguos testimonios de la actividad artística son las representaciones estrictamente formales, que estilizan e idealizan la vida; otros -los que creen que el arte es un órgano para entregarse a la naturaleza- afirman que estos testimonios más antiguos son las representaciones naturalistas, que aprehenden y conservan las cosas en su ser natural. Dicho de otro modo: unos, siguiendo sus inclinaciones autocráticas y conservadoras, veneran como más antiguas las formas decorativas geométrico ornamentales; otros, de acuerdo con sus tendencias liberales y progresistas, veneran como más antiguas las formas expresivas naturalistas e imitativas.

Los testimonios que todavía quedan del arte primitivo demuestran de modo inequívoco, y en forma cada vez más convincente a medida que progresa la investigación, la prioridad del naturalismo. Por ello resulta cada vez más difícil sostener la teoría de la originariedad del arte apartado de la vida y estilizador de la realidad.

Pero lo más notable del naturalismo prehistórico no es que sea más antiguo que el estilo geométrico, que da la impresión de ser más primitivo, sino que muestre ya todos los estadios de evolución típicos de la historia del arte moderno. El naturalismo prehistórico no es en absoluto el fenómeno instintivo, incapaz de evolución y ahistórico, que los investigadores obsesionados por el arte formal y rigurosamente geométrico quieren presentar.

El naturalismo prehistórico es un arte que avanza desde una fidelidad lineal a la naturaleza -fidelidad en la que las formas individuales están todavía modeladas un poco rígida y laboriosamente- hasta una técnica más ágil y sugestiva, casi impresionista, y que sabe dar una forma cada vez más pictórica, instantánea y aparentemente espontánea a la impresión óptica que pretende presentar. La corrección y la exactitud del dibujo alcanzan un nivel de virtuosismo tal que llegan a dominar actitudes y aspectos cada vez más difíciles, movimientos y gestos cada vez más ligeros, escorzos e intersecciones cada vez más osados. Este naturalismo no es en absoluto una fórmula fija, estacionaria, sino una forma viva y movible, que intenta reproducir la realidad con los medios más variados, y ejecuta sus tareas unas veces con la mayor destreza y otras con mínima habilidad. El estado de naturaleza instintiva y confusa ha sido ya ampliamente rebasado, pero queda todavía un largo trecho para llegar al período de civilización creador de fórmulas rígidas y fijas.

Nuestra perplejidad ante este fenómeno, que es sin duda el más extraño de toda la historia del arte, es tanto mayor cuanto que no existe paralelo alguno entre este arte prehistórico y el arte infantil o el arte de la mayor parte de las razas primitivas actuales. Los dibujos infantiles y la producción artística de las razas primitivas contemporáneas son racionales, no sensoriales; muestran lo que el niño y el artista primitivo conocen, no lo que ven realmente; no dan del objeto una visión óptica y orgánica, sino teórica y sintética; combinan la vista de frente con la vista de perfilo la vista desde lo alto, sin prescindir de nada que consideren atributo interesante del objeto, y aumentan la escala de lo que es importante biológicamente o importante como motivo, pero descuidan todo lo que no juega un papel directo en el conjunto del objeto, aunque sea por sí mismo susceptible de despertar una impresión.

Por otra parte, la característica más peculiar de los dibujos naturalistas del Paleolítico es que ofrecen la impresión visual de una manera tan directa y pura, tan libre de añadidos o restricciones intelectuales, que hasta el impresionismo moderno apenas nos es posible encontrar un paralelo a este arte en el arte posterior. En este arte prehistórico descubrimos estudios de movimientos que nos recuerdan ya las modernas instantáneas fotográficas; esto no lo volveremos a encontrar hasta las pinturas de un Degas o un Toulouse-Lautrec. Por ello, a los ojos no adiestrados por el impresionismo estas pinturas tienen que parecerles en muchos casos mal dibujadas e incomprensibles. Los pintores del Paleolítico eran capaces todavía de ver, simplemente con los ojos, matices delicados que nosotros sólo podemos descubrir con ayuda de complicados instrumentos científicos.

Tal capacidad desaparece en el Neolítico, en el cual el hombre sustituye la inmediatez de las sensaciones por la inflexibilidad y el estatismo de los conceptos. Pero el artista del Paleolítico pinta todavía lo que está viendo realmente; no pinta nada más que lo que puede recoger en un momento determinado y en una ojeada única. Él no sabe nada todavía de la heterogeneidad óptica de los varios elementos de la pintura ni de los métodos racionalistas de la composición, caracteres estilísticos que a nosotros nos son tan familiares por los dibujos infantiles y por el arte de las razas primitivas. y, sobre todo, el artista del Paleolítico no conoce la técnica de componer un rostro con la silueta de perfil y los ojos de frente. La pintura paleolítica llega, al parecer sin lucha, a la posesión de la unidad de percepción visual conseguida por el arte moderno a costa de esfuerzos seculares: es cierto que la pintura paleolítica mejora sus métodos, pero no los cambia, y el dualismo de lo visible y lo no invisible, de lo visto y lo meramente conocido, le es siempre completamente ajeno.

¿Cuál era la razón y el objeto de este arte? ¿Era este arte expresión de un gozo por la existencia, gozo que impulsaba a repetirla y conservarla, o era la satisfacción del instinto de juego y del placer por la decoración, del ansia de cubrir superficies vacías con líneas y formas, con esquemas y adornos? ¿Era fruto del ocio o tenía un determinado fin práctico? ¿Debemos ver en él un juguete o una herramienta, un narcótico y un estimulante o un arma para la lucha por el sustento? Sabemos que este arte es un arte de cazadores primitivos, que vivían en un nivel económico parasitario, improductivo, y que tenían que recoger o capturar su alimento y no creárselo por sí mismos; un arte de hombres que, según todas las apariencias, vivían dentro de moldes sociales inestables, casi enteramente inorganizados, en pequeñas hordas aisladas, en una fase de primitivo individualismo, y que probablemente no creían en ningún dios, en ningún mundo ni vida existentes más allá de la muerte.


En esta fase de vida puramente práctica es obvio que todo girase todavía en torno a la nuda consecución del sustento No hay nada que pueda justificar la presunción de que el arte sirviera para otro fin que para procurar directamente el alimento. Todos los indicios aluden a que este arte servía de medio a una técnica mágica y, como tal, tenía una función por entero pragmática, dirigida totalmente a inmediatos objetivos económicos. Pero esta magia no tenía sin duda nada en común con lo que nosotros entendemos por religión; nada sabía, al parecer, de oraciones, ni reverenciaba fuerzas sagradas, ni estaba relacionada con ningún género de creencias ni con ningún ser espiritual trascendente. Faltaban, por tanto, las condiciones que han sido señaladas como mínimas de una auténtica religión. Era una técnica sin misterio, un mero ejercicio, un simple empleo de medios y procedimientos, que tenía tan poco que ver con misticismos o esoterismos como nuestra actitud al colocar una ratonera, abonar la tierra o tomar un hipnótico.

Las representaciones plásticas eran una parte del aparejo técnico de esa magia; eran la «trampa» en la que la caza tenía que caer; o mejor, eran la trampa con el animal capturado ya, pues la pintura era al mismo tiempo la representación y la cosa representada, era el deseo y la satisfacción del deseo a la vez. El pintor y cazador paleolítico pensaba que con la pintura poseía ya la cosa misma, pensaba que con el retrato del objeto había adquirido poder sobre el objeto; creía que el animal de la realidad sufría la misma muerte que se ejecutaba sobre el animal retratado. La representación pictórica no era en su pensamiento sino la anticipación del efecto deseado; el acontecimiento real tenía que seguir inevitablemente a la mágica simulación; mejor todavía, estaba ya contenido en ella, puesto que uno estaba separado de la otra nada más que por el medio supuestamente irreal del espacio y del tiempo. El arte no era, por tanto, una función simbólica, sino una acción objetivamente real, una auténtica causación. No era el pensamiento el que mataba, no era la fe la que ejecutaba el milagro; el hecho real, la imagen concreta, la caza verdadera dada a la pintura eran los que realizaban el encantamiento. Cuando el artista paleolítico pintaba un animal sobre la roca, creaba un animal verdadero.

El mundo de la ficción y de la pintura, la esfera del arte y de la mera imitación, no eran todavía para él una provincia especial, diferente y separada de la realidad empírica; no enfrentaba todavía una a la otra, sino que veía en una la continuación directa e inmediata de la otra.

El artista paleolítico adoptaba sin duda ante el arte la misma actitud del indio sioux de que habla Lévy-Bruhl, que dijo de un investigador al que vio preparar unos bocetos: «Sé que este hombre ha metido muchos de nuestros bisontes en su libro. Yo estaba presente cuando lo hizo, y desde entonces no hemos tenido bisontes». La idea de que esta esfera del arte es continuación directa de la realidad ordinaria no desaparece nunca completamente, a pesar del predominio posterior de la intención artística, la cual se opone al mundo de la realidad. La leyenda de Pigmalión, que se enamora de la estatua que ha creado, procede de esta misma actitud mental. De ella da también testimonio el hecho de que, cuando el artista chino o japonés pinta una rama o una flor, su pintura no pretende ser una síntesis y una idealización, una reducción o una corrección de la vida, como en las obras del arte occidental, sino simplemente una rama o un capullo más del árbol real. También nos hablan de esta misma concepción las anécdotas y fábulas de artistas que nos relatan, por ejemplo, cómo las figuras de una pintura pasan, a través de una puerta, a un paisaje real, a la vida real. En todos estos ejemplos las fronteras entre el arte y la realidad desaparecen. En el arte de los tiempos históricos, la continuidad de los dos terrenos es una ficción dentro de la ficción, mientras que en las pinturas del Paleolítico es un simple hecho y una prueba de que el arte está todavía enteramente al servicio de la vida.

Cualquier otra explicación del arte paleolítico -la que lo interpreta, por ejemplo, como una forma ornamental o expresiva- es insostenible. Hay toda una serie de datos que se oponen a tal interpretación. Sobre todo el hecho de que las pinturas estén a menudo completamente escondidas en rincones inaccesibles y totalmente oscuros de las cavernas, en los que no hubieran podido de ninguna manera ser una «decoración». También habla contra semejante explicación el hecho de su superposición a la manera de los palimpsestos, superposición que destruye de antemano toda función decorativa; esta superposición no era, sin embargo, necesaria, pues el pintor disponía de espacio suficiente. El amontonamiento de una figura sobre otra indica claramente que las pinturas no eran creadas con la intención de proporcionar a los ojos un goce estético, sino persiguiendo un propósito en el que lo más importante era que las pinturas estuviesen situadas en ciertas cavernas y en ciertas partes específicas de las cavernas, indudablemente en determinados lugares considerados como especialmente convenientes para la magia. Estas pinturas no podían tener, pues, una intención ornamental, ni responder a necesidades de expresión o comunicación estéticas, puesto que eran ocultas en vez de ser expuestas a la contemplación.

Como se ha hecho notar, hay, efectivamente, dos motivos diferentes de los que derivan las obras de arte: unas se crean simplemente para que existan; otras, para que sean vistas). El arte religioso, creado exclusivamente para honrar a Dios, y, más o menos, toda obra de arte destinada a aliviar el peso que gravita sobre el corazón del artista, comparten con el arte mágico del Paleolítico esta tendencia a operar de manera oculta. El artista paleolítico, que estaba interesado únicamente en la eficacia de la magia, seguramente sentiría una cierta satisfacción estética en su labor, por más que considerase la cualidad estética simplemente como medio para un fin práctico. La relación entre mímica y magia en las danzas cultuales de los pueblos primitivos refleja más claramente aún este hecho. Así como, en estas danzas, el placer de la ficción y la imitación está difundido con la finalidad mágica, también el pintor prehistórico pintaría los animales en sus actitudes características con gusto y satisfacción, a pesar de su entrega al propósito mágico de la pintura.

La mejor prueba de que este arte perseguía un efecto mágico y no estético, al menos en su propósito consciente, está en que en estas pinturas los animales se representaban frecuentemente atravesados con lanzas y flechas, o eran atacados con tales armas una vez terminada la obra pictórica. Indudablemente, se trataba de una muerte en efigie.

Y que el arte paleolítico estaba en conexión con acciones mágicas lo prueba, finalmente, la representación de figuras humanas disfrazadas de animales, la mayoría de las cuales se ocupa indiscutiblemente de ejecutar danzas mágico-mímicas. En estas pinturas, sobre todo en las de Trois-Frères, encontramos reunidas máscaras de animales combinados, que serían por completo inexplicables sin una intención mágica. La relación de las pinturas paleolíticas con la magia nos ayuda también excelentemente a explicar el naturalismo de este arte. Una representación cuyo fin era crear un doble del modelo -es decir no simplemente indicar, imitar, simular, sino literalmente sustituir, ocupar el lugar del modelo- no podía ser sino naturalista. El animal que estaba destinado a ser conjurado en la vida real tenía que aparecer como el doble del animal representado; pero sólo podía presentarse así si la reproducción era fiel y natural. Era justamente el propósito mágico de este arte el que le forzaba a ser naturalista. La pintura que no ofrecía una semejanza con su modelo era no solamente imperfecta, sino irreal, no tenía sentido y estaba desprovista de objeto.

Se supone que la era mágica, la primera de la que conocemos obras de arte, fue precedida de un estadio premágico. La era de pleno desarrollo de la magia, con su ritual fijo y su técnica de conjunto ya cristalizada en fórmulas, tuvo que ser preparada por una época de actividad irregular, vacilante, de mera experimentación. Las fórmulas mágicas debieron demostrar su propia efectividad antes de ser sistematizadas; no pueden haber sido simplemente el resultado de una especulación; tienen que haber sido encontradas de modo indirecto y desarrolladas paso a paso. El hombre descubría probablemente de manera casual la relación existente entre el original y la reproducción, pero este descubrimiento debió de producir en él un efecto avasallador. Tal vez la magia, con su principio de la dependencia mutua de las cosas similares, brotó de esta experiencia. Pero, de cualquier modo, las dos ideas básicas que, como se ha observado, son las condiciones previas del arte -la idea de la semejanza, de la imitación, y la idea de la causación, de la producción de algo de la nada, de la posibilidad de la creación-, pueden haberse desarrollado en la era de las experiencias y los descubrimientos premágicos. Las siluetas de manos que han sido encontradas, en muchos lugares, cerca de las cuevas con pinturas, Y que evidentemente han sido realizadas «calcando» la mano, dieron probablemente por vez primera al hombre la idea de la creación –del poiein- y le sugirieron la posibilidad de que algo inanimado y artificial podía ser en todo semejante al original viviente y auténtico.

Desde luego, este mero juego no tuvo nada que ver en un principio ni con el arte ni con la magia; después se convirtió, en primer lugar, en un instrumento de magia; y sólo así pudo más tarde llegar a ser una forma de arte.

El hiato entre estas huellas de manos y las primeras representaciones de animales de la Edad de Piedra es tan inmenso, y es tan total la falta de testimonios de una transición entre las dos, que apenas podemos presumir la existencia de un desarrollo continuo y directo desde las formas del simple juego hasta las formas artísticas; por ello tenemos que inferir la existencia de un eslabón de conexión, y con toda probabilidad este eslabón fue la función mágica de la imagen. Pero incluso estas formas recreativas, premágicas, tenían una tendencia naturalista, de imitación de la realidad, aunque fuese una imitación mecánica, y de ninguna manera pueden ser consideradas como expresión de un principio decorativo abstracto.

2

NEOLÍTICO

Animismo y geometrismo

EL estilo naturalista se mantiene hasta el fin del Paleolítico, es decir durante un período de muchos milenios. Hasta la transición del Paleolítico al Neolítico no aparece cambio alguno (el primer cambio de estilo de la historia del arte). Ahora, por vez primera, la actitud naturalista, abierta a las sensaciones y a la experiencia, se transforma en una intención artística geométricamente estilizada, cerrada a la riqueza de la realidad empírica. En lugar de las minuciosas representaciones fieles a la naturaleza, plenas de cariño y paciencia para los detalles del modelo correspondiente, encontramos por todas partes signos ideográficos, esquemáticos y convencionales, que indican más que reproducen el objeto. En lugar de la anterior plenitud de la vida concreta, el arte tiende ahora a fijar la idea, el concepto, la sustancia de las cosas, es decir a crear símbolos en vez de imágenes.

Los dibujos rupestres del Neolítico interpretan la figura humana por medio de dos o tres simples formas geométricas: por ejemplo, mediante una recta vertical para el tronco y dos semicírculos, vueltos el uno hacia arriba y el otro hacia abajo, para los brazos y las piernas. Los menhires, en los cuales se ha querido ver retratos abreviados de los muertos, muestran en su plástica la misma avanzada abstracción. Sobre la lápida plana de estas «tumbas», la cabeza, que no guarda con la naturaleza ni siquiera la mínima semejanza de la redondez, está separada del tronco, es decir de la parte oblonga de la piedra misma, sólo por una línea; los ojos están indicados por dos puntos; la nariz se encuentra unida a la boca o a las cejas formando una sola figura geométrica. Un hombre se caracteriza por la adición de armas; una mujer, por la de dos hemisferios para los senos.


El cambio de estilo que conduce a estas formas de arte completamente abstractas depende de un giro general de la cultura, que representa quizá el corte más profundo que ha existido en la historia de la humanidad. Con él se transforman tan profundamente el contorno material y la constitución interna del hombre prehistórico que todo lo que antecede inmediatamente parece algo meramente animal e instintivo, y todo lo que ocurre con posterioridad a él se presenta como una evolución continuada y consciente de su finalidad. El paso revolucionario y decisivo consiste, en esencia, en que, en lo sucesivo, el hombre en vez de alimentarse parasitariamente de los dones de la naturaleza, en vez de recolectar o capturar su alimento, se lo produce. Con la domesticación de animales y el cultivo de plantas, con la ganadería y la agricultura, el hombre comienza su marcha triunfal sobre la naturaleza y se independiza más o menos de la veleidad del destino, del azar y la casualidad.

Comienza la era de la previsión organizada de la vida; el hombre empieza a trabajar y a economizar; se crea para sí una provisión de alimentos, practica la previsión, perfecciona las formas primitivas del capital. Con estos rudimentos -posesión de tierra roturada, de animales domesticados, de herramientas y provisiones alimenticias- comienza también la diferenciación de la sociedad en estratos y clases, en privilegiados y oprimidos, explotadores y explotados.

Se establece la organización del trabajo, el reparto de funciones, la especialización en los oficios. Ganadería y cultivo, producción primaria y artesanía, industrias especializadas y domésticas, trabajo masculino y femenino, cultivo y defensa del campo se van separando gradualmente.

Con la transición de la etapa de los recolectores y cazadores a la de los ganaderos y colonos se transforma no sólo el contenido, sino también el ritmo mismo de la vida. Las hordas nómadas se convierten en comunidades sedentarias; los grupos sociales invertebrados y desintegrados se organizan como comunidades cerradas, que han llegado a ser tales por obra del mismo sedentarismo. V. Gordon Childe nos advierte con razón que no debemos considerar este giro hacia el sedentarismo como algo demasiado nuevo, y piensa que, de una parte, también el cazador paleolítico habitó la misma cueva durante generaciones enteras, y que, de otra, la economía agrícola y la ganadería estaban relacionadas al principio con el cambio periódico de asentamiento, ya que los campos y pastos se agotaban tras un tiempo determinado. No debe olvidarse, sin embargo, que, en primer lugar, el agotamiento del suelo se hacía cada vez más raro con el mejoramiento de las técnicas de cultivo, y que, en segundo lugar, el agricultor y el ganadero, fuese largo o corto el tiempo que permaneciesen en el mismo lugar, por fuerza debían tener con su vivienda, con el trozo de tierra de cuyo producto vivían, una relación completamente distinta de la del cazador nómada, aunque también éste volviera siempre a su cueva.

Con esta vinculación a la tierra se desarrolló un estilo de vida completamente distinto de la existencia inquieta, errabunda y pirática del Paleolítico. En contraste con la irregularidad anárquica de la recolección y la caza, la nueva forma de economía trajo cierta estabilidad a la organización de la vida. En lugar de la economía sin plan, producto de la rapiña, del vivir al día y de hacer pasar todo de la mano a la boca, aparece una economía previsora de las diferentes eventualidades, sistemática, regulada con anticipación, a largo plazo; del estadio de desintegración social y de anarquía se avanza hacia la cooperación; del «estadio de la búsqueda individual del alimento» se pasa a una comunidad laboral colectiva, aunque todavía no propiamente comunista, a una sociedad con intereses, tareas y empresas comunes; del estado de relaciones de dominio no reguladas, los diversos grupos evolucionan hacia una comunidad dirigida, más o menos centralizada, más o menos unitariamente dirigida; desde una vida descentrada, sin instituciones organizadas, se llega a una existencia que se desarrolla en torno a la casa y la granja, la gleba y el prado, la colonia y el santuario.

Ritos y cultos sustituyen a la magia y a la hechicería. El Paleolítico constituyó una fase dentro de la carencia de cultos; el hombre estaba lleno de temor a la muerte y de miedo al hambre; pretendía protegerse contra el enemigo y la miseria, contra el dolor y la muerte, por medio de prácticas mágicas, pero no relacionaba la felicidad o la desgracia que pudieran alcanzarle con ningún poder que estuviese más allá de los puros acontecimientos. Hasta que no se llega a la cultura del agricultor y el ganadero, el hombre no comienza a sentir que su destino pende de fuerzas inteligentes. Con la conciencia de depender del tiempo favorable o desfavorable, de la lluvia y de la luz del sol, del rayo y el granizo, de la peste y la sequía, de la prosperidad y la esterilidad de la tierra, de la abundancia y la escasez de los animales cazados en las redes, surge la idea de toda clase de demonios y espíritus benéficos y maléficos que reparten bendiciones y maldiciones, surge la idea de lo desconocido y lo misterioso, de los poderes sobrehumanos y de los monstruos, de lo suprahumano y lo numinoso. El mundo se divide en dos mitades, y el hombre se ve a sí mismo igualmente escindido. El estadio cultural del animismo, de la adoración de los espíritus, de la fe en las almas y del culto a los muertos ha llegado ya. Pero con la fe y el culto surge también la necesidad de ídolos, amuletos, símbolos sagrados, ofrendas votivas, oblaciones y monumentos funerarios. Sobreviene la separación entre un arte sagrado y otro profano, entre el arte religioso y representativo y el arte mundano y decorativo. Encontramos, de una parte, restos de ídolos y de un arte sepulcral sagrado, y, de otra, una cerámica profana con formas decorativas brotadas en gran medida -como Semper quería- del espíritu de la artesanía y de su técnica.

El animismo divide el mundo en una realidad y una suprarrealidad, en un mundo fenoménico visible y un mundo espiritual invisible, en un cuerpo mortal y un alma inmortal. Los usos y ritos funerarios no dejan duda alguna de que el hombre del Neolítico comenzó ya a figurarse el alma como una sustancia que se separaba del cuerpo. La visión que la magia tiene del mundo es monística; ve la realidad en forma de un conglomerado simple, de un continuo ininterrumpido y coherente; el animismo, en cambio, es dualista y funda su conocimiento y su fe en un sistema de dos mundos. La magia es sensualista y se adhiere a lo concreto; el animismo es dualista y se inclina a la abstracción. En una, el pensamiento está dirigido a la vida de este mundo; en el otro, a la vida del mundo del más allá. Este es, principalmente, el motivo de que arte del Paleolítico reproduzca las cosas de manera fiel a la vida y a la realidad, y el arte del Neolítico, por el contrario, contraponga la común realidad empírica un trasmundo idealizado y estilizado.

Pero con esto comienza también el proceso de intelectualización y racionalización del arte: la sustitución de las imágenes y formas concretas por signos y símbolos, abstracciones y abreviaturas, tipos generales y signos convencionales; la suplantación de los fenómenos y experiencias directos por pensamientos e interpretaciones, arreglos y formas, acentuaciones y exageraciones, distorsiones y desnaturalizaciones. La obra de arte ya no es sólo una representación del objeto, sino también una representación conceptual; no es sólo una imagen del recuerdo, sino también una alegoría. Dicho con otras palabras: los elementos no sensoriales y conceptuales de las representaciones desalojan a los elementos sensitivos e irracionales. Y así, el retrato se transforma gradualmente en un signo pictográfico; la plenitud de las imágenes pasa a ser una taquigrafía sin Imagen alguna o pobre en ellas.

En último análisis, dos factores determinan el cambio de estilo del Neolítico: uno es el paso de la economía parasitaria, meramente consumidora, del cazador y recolector, a la economía constructiva y productora del ganadero y agricultor; el otro es la sustitución de la imagen monística del mundo, propia de la magia, por el sentimiento dualístico de la vida, propio del animismo, es decir por una concepción del mundo que está condicionada por el nuevo tipo de economía. El pintor paleolítico era cazador y debía, como tal, ser un buen observador; debía conocer los animales y sus características, sus habituales paradas y sus emigraciones a través de las más leves huellas y rastros; debía tener una vista aguda para distinguir semejanzas y diferencias, un oído fino para los signos y sonidos; todos sus sentidos debían estar referidos a lo exterior, vueltos a la realidad concreta. La misma actitud y las mismas cualidades se ponen de relieve también en el arte naturalista. El agricultor neolítico, en cambio, no necesita ya la vista aguda del cazador; su capacidad sensitiva y sus dotes de observación se atrofian; son otras disposiciones, sobre todo la capacidad para la abstracción y para el pensamiento racional, las que se manifiestan tanto en su sistema de producción económica como en su arte formalista, estrictamente concentrado y estilizado.

La diferencia esencial entre este arte y el arte naturalista imitativo está en que el primero representa la realidad, no como la imagen continua de una esencia homogénea, sino como la confrontación entre dos mundos. Se opone con su voluntad formalista a la ordinaria apariencia de las cosas; ya no es el imitador de la naturaleza, sino su antagonista; no añade a la realidad una continuación, sino que opone a ella una figura autónoma. Fue el dualismo, que había surgido con el credo animista, y que desde entonces se ha expresado repetidamente en cien sistemas filosóficos, el que se manifestó en esta oposición entre idea y realidad, espíritu y cuerpo, alma y forma. Este dualismo no es ya en adelante separable del concepto del arte. Los momentos antitéticos de este antagonismo pueden, de tiempo en tiempo, llegar a un equilibrio; pero su tensión es perceptible en todos los períodos estilísticos del arte occidental, tanto en los rigoristamente formales como en los naturalistas.

En el Neolítico el estilo formalista, geométrico-ornamental, adquiere un dominio tan permanente e indiscutible como no lo ha tenido después ningún movimiento artístico en los tiempos históricos, o al menos como nunca después lo ha alcanzado el mismo rigorismo formal. Si prescindimos del arte cretomicénico, este estilo domina en su totalidad los períodos culturales de las edades del Bronce y del Hierro del antiguo Oriente y de la Grecia arcaica, es decir toda una era universal, que se extiende aproximadamente desde 5000 hasta 500 a. C. En relación con este período, todos los períodos estilísticos posteriores parecen efímeros y, especialmente, todos los geometrismos y clasicismos parecen meros episodios. Pero ¿qué determinó el largo predominio de esta concepción artística tan estrechamente dominada por el principio de las formas abstractas? ¿Cómo pudo sobrevivir a tan distintos sistemas políticos, económicos y sociales? A la concepción artística del período dominado por el estilo geométrico, concepción uniforme, al fin y al cabo, corresponde, a pesar de la existencia de diferencias individuales, una característica sociológica uniforme ,que domina decisivamente toda la era: es la tendencia a una organización severa y conservadora de la economía, a una forma autocrática de gobierno ya una perspectiva hierática del conjunto de la sociedad, impregnada del culto y la religión; esta tendencia se opone tanto a la existencia desorganizada, primitiva e individualista de las hordas de cazadores como a la vida social de las antiguas y modernas burguesías, vida social diferenciada, conscientemente individualista, dominada por la idea de la competencia.

El sentimiento de la vida de las comunidades parásitas de cazadores, que ganaban su existencia día a día, era dinámico y anárquico, y, en correspondencia, su arte estaba también dedicado a la expansión, a la extensión y diferenciación de la experiencia. En cambio, el concepto del mundo de las comunidades de labradores, que se esfuerzan por conservar y asegurar los medios de producción, es estático y tradicionalista y sus formas de vida son impersonales y estacionarias; las formas de arte que corresponden a estas formas de vida son convencionales e invariables. Nada más natural que, con los métodos de trabajo esencialmente colectivos y tradicionales de las sociedades de agricultores, se desarrollen en todos los territorios de la vida cultural formas estables, firmes y carentes de elasticidad. Hörnes destaca ya el tenaz conservadurismo que «es peculiar tanto del estilo como de la economía de las clases inferiores campesinas»; y Gordon Childe alude, al caracterizar este espíritu, al curioso fenómeno de que todas las vasijas de una aldea neolítica son iguales. La cultura rural de las comunidades campesinas, que se desarrolla lejos de la fluctuante vida económica de las ciudades, permanece fiel a las formas de vida estrechamente reguladas y transmitidas de generación en generación, y manifiesta todavía en el arte rural de los tiempos modernos rasgos formalistas comunes con el estilo geométrico prehistórico.

El cambio estilístico del naturalismo paleolítico al geometrismo neolítico no se realiza por completo sin pasos intermedios. Ya en el período floreciente del estilo naturalista encontramos, junto a la dirección, tendente al «impresionismo», del sur de Francia y el norte de España, un grupo español de pinturas que tienen un carácter más expresionista que impresionista. Los creadores de estas obras parecen haber dedicado toda su atención a los movimientos corporales y a su dinámica, y, para darles una expresión más intensiva y sugestiva, deforman intencionadamente las proporciones de los miembros, dibujan caricaturescamente piernas alargadas, talles increíblemente esbeltos, brazos desfigurados y articulaciones descoyuntadas.

No obstante, ni este expresionismo, ni tampoco el de tiempos posteriores, representan una intención artística opuesta por principio al naturalismo. El énfasis exagerado y los rasgos simplificados a través de esta exageración ofrecen simplemente a la estilización y esquematización un punto de partida más conveniente que las proporciones y formas completamente correctas. La verdadera transición al geometrismo neolítico la constituye aquella gradual simplificación y estereotipación de los contornos que Henri Breuil establece en la última fase del desarrollo paleolítico, y que designa como la «convencionalización» de las formas naturalistas. Breuil describe un proceso a través del cual se va viendo cómo los dibujos naturalistas son ejecutados cada vez más descuidadamente, se vuelven cada vez más abstractos, más rígidos y estilizados, y basa en esta observación su teoría de que el origen de las formas geométricas se encuentra en el naturalismo. Este proceso, si interiormente pudo desarrollarse sin solución de continuidad, no pudo ser independiente de las circunstancias externas. La esquematización sigue dos direcciones: una persigue el hallazgo de formas inequívocas y fácilmente comprensibles; otra, la creación de simples formas decorativas agradables. Y así, al final del Paleolítico encontramos desarrolladas ya las tres formas básicas de representación plástica: la imitativa, la informativa y la decorativa; con otras palabras: el retrato naturalista, el signo pictográfico y la ornamentación abstracta.


Las formas de transición entre el naturalismo y el geometrismo corresponden a la etapa intermedia que va de la economía de simple ocupación a la economía productiva. Los principios de la agricultura y la ganadería se desarrollaron ya probablemente en determinadas tribus de cazadores a partir de la conservación de tubérculos y de la cría de animales favoritos, quizá más tarde animales tótem. El cambio, por tanto, no representa, ni en el arte ni en la economía, una revolución súbita, sino que ha sido en uno y en otra más bien una transformación gradual.

Entre los fenómenos de transición de ambos campos habrá existido, sin duda, la misma dependencia que entre la vida del cazador parásito y el naturalismo, por una parte, y la existencia del labrador productor y el geometrismo, por otra. Por lo demás, en la historia social y económica de los pueblos primitivos actuales existe una analogía que permite deducir que esta interdependencia es típica. Los bosquimanos, que son, como el hombre paleolítico, nómadas y cazadores, permanecen estacionados en la fase de «la búsqueda individual del alimento», no conocen la cooperación social, no creen en espíritus o demonios, están entregados a la burda hechicería y a la magia y producen un arte naturalista sorprendentemente parecido a la pintura paleolítica. Los negros de la costa occidental africana, en cambio, que practican la agricultura productiva, viven en aldeas comunales y creen en el animismo, son estrechamente formalistas y tienen un arte abstracto rígidamente geométrico, como el hombre neolítico.

Sobre las condiciones sociales y económicas de estos estilos no se podrá afirmar concretamente apenas otra cosa que lo siguiente: el naturalismo está en relación con formas de vida individualistas, anárquicas, con cierta falta de tradición, con una carencia de firmes convenciones y con una idea del cosmos puramente mundana, no trascendente; el geometrismo, por el contrario, está en conexión con una tendencia a la organización unitaria, con instituciones permanentes y con una visión del mundo orientada, en líneas generales, al más allá. Todo lo que sobrepase la mera constatación de estas relaciones se apoya en su mayor parte en equívocos. Tales conceptos equivocadamente aplicados desvirtúan también la correlación que Wilhelm Hausenstein pretende establecer entre el estilo geométrico y la economía comunista de las primitivas «democracias agrarias». Hausenstein constata en ambos fenómenos una tendencia autoritaria, igualitaria y planificadora; sin embargo, no advierte que estos conceptos no tienen la misma significación en el terreno del arte que en el de la sociedad, y que, aun tomando los conceptos tan ampliamente, pueden relacionarse, por un lado, el mismo estilo con muy distintas formas sociales, y, por otro, el mismo sistema social con los más distintos estilos artísticos. Lo que en sentido político se entiende por «autoritario» puede ser aplicado lo mismo a órdenes sociales autocráticos que socialistas, feudales que comunistas. Los límites del estilo geométrico son, por el contrario, mucho más estrechos; el arte de las culturas autocráticas, y mucho menos el del socialismo, nunca ha abarcado totalmente estos límites.

También el concepto de «igualdad» es más estrecho en relación con la sociedad que en relación con el arte. Desde el punto de vista político social, este concepto se opone a principios autocráticos de cualquier orden; pero en el terreno del arte, donde puede tener simplemente el sentido de suprapersonal y antiindividual, es compatible con los más distintos órdenes sociales, y precisamente corresponde en grado mínimo al espíritu de la democracia y del socialismo. Entre la «planificación» artística y la social, finalmente, no existe desde luego ninguna relación directa. La planificación entendida como exclusión de la competencia libre e incontrolada en el campo de la economía y la sociedad, y entendida asimismo como la estricta y disciplinada ejecución de un proyecto artístico, elaborado hasta en sus mínimos detalles, pueden a lo sumo colocarse en una relación metafórica; representan en sí dos principios completamente distintos. Por ello es perfectamente concebible que en una economía y en una sociedad planificadas se imponga un arte libre de formalismos, que se recree en formas individuales e improvisadas. Apenas hay peligro más grave que tales equívocos para la interpretación sociológica de las estructuras espirituales; y ninguno hay, desde luego, del que sea víctima tan frecuentemente. Nada hay más fácil que establecer sorprendentes interdependencias entre los distintos estilos artísticos y las formas sociales predominantes, interdependencias que, en último término, se apoyan en una metáfora; y nada es más tentador que presumir con tan osadas analogías. Pero, para la verdad, son caídas tan fatales como aquellas falacias que Bacon enumera, y merecen, como idola aequivocationis, ser incluidas en su lista de peligros.

3

EL ARTISTA COMO MAGO Y SACERDOTE

El arte como profesión y labor doméstica

Los creadores de las pinturas de animales del Paleolítico eran, según todas las apariencias, cazadores «profesionales» -esto se puede inferir casi con seguridad de su íntimo conocimiento de los animales-, y no es probable que, como «artistas» o como quiera que fueran considerados, estuviesen totalmente exentos de la obligación de procurarse el alimento. Ciertos signos, sin embargo, indican claramente que se había introducido ya entonces una separación de oficios, aunque tal vez sólo en este terreno todavía. Si la representación, de animales ha tendido positivamente -como nosotros admitimos- a una finalidad mágica, apenas puede dudarse de que a las personas capaces de realizar tales obras se las considerase al mismo tiempo dotadas de un poder mágico y se las reverenciara como hechiceros; con esta consideración pudo ir aneja indudablemente una cierta posición especial y al menos la liberación parcial de la obligación de buscar el alimento.

Por lo demás, de la técnica adelantada de las pinturas paleolíticas se deduce también que éstas no provienen de aficionados, sino de especialistas preparados, los cuales habrían invertido una parte importante de su vida en el aprendizaje y la práctica de su arte, constituyendo de por sí una clase profesional. Los numerosos «bocetos», «diseños» y «dibujos escolares» corregidos que se han encontrado junto al resto de las pinturas permiten colegir la existencia de una especie de ejercicio artístico especializado, con escuelas, maestros, tendencias locales y tradiciones. Según esto, el artista-mago parece haber sido el primer representante de la especialización y de la división del trabajo. En todo caso, junto al mago vulgar y al artista-mago aparece el médico-brujo, que se destaca de la masa indiferenciada, y, como poseedor de dones especiales, es el precursor del sacerdote propiamente dicho. Éste se distinguirá de los demás por su pretensión de poseer especiales habilidades y conocimientos, por una especie de carisma, y se sustraerá de todo trabajo ordinario.

Pero la liberación parcial que de la búsqueda directa del alimento se hace en favor de una clase social habla también de la relativa mejoría de las condiciones vitales y significa que el grupo puede permitirse ya el lujo de la existencia de ociosos. Con referencia a las condiciones de vida, que todavía dependen por completo de la preocupación por el sustento, tiene plena validez la doctrina de la productividad artística de la riqueza. En esta etapa de desarrollo, la existencia de obras de arte es, efectivamente, signo de una cierta superfluidad de medios de subsistencia y de una relativa liberación de la búsqueda inmediata del alimento. Pero ello no puede aplicarse sin más a condiciones de vida más desarrolladas, pues, aunque sea cierto el hecho de que la existencia de pintores y escultores implica necesariamente una cierta superfluidad material que la sociedad debe estar dispuesta a compartir con estos especialistas «improductivos», este principio no debe de ninguna manera ser aplicado en el sentido en que lo entiende la primitiva sociología, que hace simplemente coincidir los períodos de florecimiento artístico con los períodos de prosperidad económica.

Al separarse el arte sagrado del arte profano, la actividad artística debió de pasar en el Neolítico a manos de dos grupos diferentes. Las tareas del arte sepulcral y de la escultura de ídolos, así como la ejecución de las danzas cultuales, que fue el arte predominante en la época del animismo -si está permitido aplicar los resultados de la investigación antropológica a la prehistoria-, estuvieron exclusivamente confiadas a los hombres, sobre todo a los magos y sacerdotes. El arte profano, por el contrario, que estaba limitado a la mera artesanía y tenía que desarrollar simplemente cometidos decorativos, es posible que se dejase por completo en manos de las mujeres y constituyese así una parte de la industria doméstica. Hörnes relaciona el carácter geométrico del arte neolítico con el elemento femenino. «El estilo geométrico es, ante todo, un estilo femenino; tiene un carácter femenino y lleva al mismo tiempo la huella de la disciplina y la domesticación». La observación en sí puede ser acertada, pero la explicación se apoya en un equívoco. «La ornamentación geométrica -dice en otro lugar- parece más adecuada al espíritu de la mujer -doméstico, cicateramente amante del orden y a la par supersticiosamente previsor- que al espíritu del hombre. Contemplada desde el punto de vista meramente estético, esta ornamentación es una forma artística nimia, sin espíritu y ligada a ciertos límites, a pesar de su lujo de colorido; pero, en su limitación, es sana y eficaz. Por la laboriosidad y el adorno exterior es atractiva; es la expresión del espíritu femenino en el arte». Desde luego, si uno quiere expresarse en esta forma metafórica, el estilo geométrico puede relacionarse lo mismo con el vigor y la disciplina, con el espíritu masculino, ascético y dominante.

La absorción parcial del arte por la industria doméstica y por las labores caseras, es decir, la fusión de la actividad artística con otros trabajos, significa, desde el punto de vista de la división del trabajo y la diferenciación de los oficios, un retroceso. Pues ahora se realiza un reparto de funciones a lo sumo entre sexos, pero no entre clases profesionales. Las civilizaciones agrícolas, si bien en general promueven también la especialización, hacen desaparecer por el momento las clases profesionales artísticas. Este cambio se realiza tanto más implacablemente cuanto que no sólo aquellas ramas de la actividad artística que desarrolla la mujer, sino también aquellas que se reserva el hombre, se ejercen como ocupación secundaria. Es cierto que en este período toda actividad artesana -con la excepción, tal vez, del arte de la forja de armas- es una «ocupación secundaria»; pero no debe olvidarse que la actividad artística, en oposición a cualquier otra labor manual, tiene tras de sí un desarrollo propio ya, y sólo ahora se convierte más o menos en una ocupación de aficionados ociosos.

Es difícil decir si la simplificación y esquematización de las formas es la causa de la desaparición de la clase artística independiente o es su consecuencia. Ciertamente, el estilo geométrico, con sus motivos simples y convencionales, no requiere ninguna aptitud específica ni una sólida preparación, como lo requiere el naturalista; el diletantismo, que el estilo geométrico hace posible, contribuye indiscutiblemente en buen grado al empobrecimiento de las formas artísticas.

La agricultura y la ganadería traen consigo largos períodos de ocio. El trabajo agrícola está limitado a determinadas estaciones del año; el invierno es largo y sin ocupación específica. El arte neolítico tiene carácter de «arte rural», no sólo porque sus formas impersonales y tendentes a lo tradicional corresponden al espíritu conservador y convencional de los agricultores, sino también porque es el producto de este ocio. Pero el arte neolítico no es en manera alguna un «arte popular» al modo del arte rural moderno; por lo menos no lo es mientras la diferenciación de las sociedades agrícolas en clases sociales no aparezca consumada, pues, como se ha dicho, un arte popular sólo tiene sentido como oposición a un «arte señorial». Por el contrario, el arte de una masa de gente que todavía no se ha dividido en «clases dominantes y clases servidoras, clase alta, exigente, y clases bajas, humildes», no puede calificarse de «arte popular», ya que no existe otro fuera de él. Y él-el arte rural del Neolítico- ya no es un «arte popular» después de que esta diferenciación se ha consumado, pues las obras del arte plástico son entonces destinadas a la aristocracia poseedora, y son elaboradas en la mayor parte por esta clase, es decir, por sus mujeres. Cuando Penélope se sienta en el telar junto a sus criadas, es todavía, hasta cierto punto, la rica labradora y la heredera del arte femenino del Neolítico. El trabajo manual, que más tarde se juzga degradante, es todavía aquí, al menos en cuanto que desempeñado por mujeres y como labor doméstica, completamente honorable.

Las obras de arte de los tiempos prehistóricos tienen una significación de especial interés para la sociología del arte, y esto no sólo ciertamente porque dependen en gran medida de las condiciones sociales, sino porque nos dejan ver de manera más clara que el arte de épocas posteriores la relación existente entre los moldes sociales y las formas artísticas. No hay en toda la historia del arte ningún ejemplo que haga resaltar más agudamente la conexión existente entre un cambio estilístico y el simultáneo cambio de las circunstancias económicas y sociales que el tránsito del Paleolítico al Neolítico. Las culturas prehistóricas muestran la huella de su procedencia de las condiciones de existencia social más claramente que las culturas posteriores, en las que las formas heredadas de tiempos anteriores y en parte ya osificadas se amalgaman, a veces de manera inextricable, con las nuevas y todavía vivas. Cuanto más desarrollada está la etapa cuyo arte examinamos, más complicada es la trama de las relaciones y más impenetrable es el fondo social con el que está en conexión. Cuanto mayor es la antigüedad de un arte, de un estilo, de un género, más largos son los períodos durante los cuales la evolución se desarrolla según leyes propias, inmanentes, no «turbadas» por causas exteriores; y cuanto más largas son estas fases autónomas de la evolución, más difícil es interpretar sociológicamente los diversos elementos del complejo de formas en cuestión.

Así, por no ir más lejos, en la era inmediatamente siguiente al Neolítico, en la que las culturas campesinas se transformaron en culturas urbanas más dinámicas, sostenidas por la industria y el comercio, aparece una estructura tan relativamente complicada que no es posible una interpretación sociológica satisfactoria de ciertos fenómenos. La tradición del arte geométrico-ornamental está aquí tan consolidada ya que apenas puede ser desarraigada, permaneciendo largo tiempo en vigencia sin que pueda darse de ello una tazón sociológica especial. Pero donde -como en la prehistoria- todo depende inmediatamente del vivir, donde no hay todavía formas autónomas ni diferencias de principio entre viejo y nuevo, tradición y creación, la motivación sociológica de los fenómenos culturales es todavía relativamente simple y se puede realizar sin equívocos.

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